Acudimos entusiasmados, con
nuestro zurrón particular cargado de ilusiones, vacío de malos rollos a la cita
txirpialera y arbera pucelana en la Villa de Espinosa de Los Monteros. A
priori, el enclave prometía. Con sus más de setecientos cincuenta metros de
altitud, la villa burgalesa se sitúa en la falda norte de la conocida Sierra
“El Somo”, que forma parte de las primeras estribaciones de la Cordillera
Cantábrica. Un relieve accidentado moldea el paisaje verde puro, sin apenas
matices ni contrastes, en la estación en la que nos encontramos. Fresnos,
castaños, robles y hayas, que desempeñaron un papel protagonista en el guión de
nuestra aventura y a las que todos no olvidaremos con facilidad, se
entremezclan con las praderas de pasto, campas de brezos, retamas y escobas que
cubren el entorno.
Famoso el apellido de la localidad en referencia al cuerpo de Los Monteros de Cámara encargado de vigilar el sueño del soberano durante la noche, y que se creó según cuentan las crónicas históricas gracias a la lealtad de un criado espinosiego que evitó la traición y muerte del Rey D. Sancho. Quizás amparadas en reminiscencias del pasado un sexteto vallisoletano se otorgó una regalía y constituyó su propio gineceo en unas dependencias del albergue en el que nos hospedábamos. Un habitáculo al que sólo se permitieron excepcionales visitas. Lástima que el show de Truman no viajaba por estas latitudes y poner en práctica su frase contextualizada:
"...si no nos vemos luego: Buenos días, buenas tardes y buenas noches."
Nuestra lucha era otra. Un paseo botánico por la isla de Castro Valnera. Una cota especial en el límite entre Burgos y Cantabria. Un espacio único en el que se dan una concentración de especies de flora, a caballo entre Picos de Europa y los Pirineos. Un enclave con preponderancia en el relieve de simas, lapiaces y neveros. Donde se combina el estrato calizo y silíceo del terreno.Hasta ahora nuestra meta no había sido coronar. Casi siempre nos desplazábamos por las estribaciones rehuyendo las indicaciones del camino señalado. Saltábamos, veredas, vallas y setos, colonizábamos nuevas lindes, guiados por mapas y modernos aparatos de tecnología cartográfica. Sin importarnos horarios ni distancias que cubrir en un tiempo estipulado. Sujetos sólo a las limitaciones de nuestras fuerzas y ganas de explorar el terreno por el que pisábamos.
Pero en esta ocasión la estrategia cambió. Emboscados en la umbría del fagus sylvatica, haya para los no iniciados en la materia,comenzamos el ascenso desde una curva de nivel cercana a los mil cien metros de altitud. Las ganas por descubrir lo que esconde esta reserva botánica nos hizo caminar sin prisas. La primera en mostrarse una grasilla violeta o pingícula leptoceras. Habita en terrenos elevados de montaña y nadie osó acercar sus dedos a sus pétalos, por si acaso
Las fuerzas se mostraban intactas, y la vista nos permitía
observar con detalle otra especie propia de este hábitat, el licopodio alpino
o lycopodium alpinum, que arraigaba con fuerza a un lado del camino.
El astro rey
empezaba a trabajar con fuerza. Las pocas sombras que encontrábamos se poblaban
de aventureros. Las primeras viandas permiten compartir un momento de pausa
entre tan flora dispersa. Como esta Prímula
farinosa o primavera harinosa , a lo mejor un tanto retrasada con
respecto a la fecha en la que nos movemos.
Tipi- tapa, paso a paso manteníamos nuestro rumbo.
Algún que otro montañero nos rebasaba con una pisada más apresurada.
Nosotros a nuestro ritmo. Los calderones o trollius europaeus, aunque prefieren zonas de turbera, les vislumbramos a la
orilla del sendero por el que pisábamos.
Cuando en otras provincias próximas , la estación estival
muestra la flora propia de esa temporada, en la subida a Castrovalnera aún
fotografiábamos narcisos o narcissus pseudonarcissus, más
propios de la Primavera. Lo que aceleraba el comentario general que en este
lugar el verano avanza más retrasado
Lo mismo sucedía con la gran cantidad de neveros que pisábamos. De
acuerdo que estábamos elevados, cercanos a los mil setecientos metros, pero el
sol todavía no es capaz de atizar lo suficiente para derretir estos bloques
helados.
Concluimos nuestro gineceo floral ( Bot. parte femenina de la flor formada por el pistilo o los pistilos) con esta androsace obtusifolia con pétalos entre blancos y rojizos. La cumbre estaba cerca y de manera escalonada nos fuimos reuniendo en la cima para comer.
Vencidos el vértigo y la fatiga, la panorámica que lográbamos desde allá arriba resultó impresionante. El valle del Pas cántabro nos esperaba en una caída vertical vertiginosa. Aún nos restaba lo más difícil; el regreso. Como si resultara una premonición, un alimoche irrumpe en el paisaje; la niebla amenaza con entrar a través del valle cántabro. Descendemos ladera abajo por dos sucesivos hayedos, en dos horas , sin apenas detenernos en contemplar la flora que nos rodea. Preocupados por no caernos y sufrir algún percance. El desnivel es considerable tal como muestra la gráfica del GPS bajamos verticalmente hasta donde se encontraban los coches. Apenas hemos andado siete kilómetros. Un ambigú muy reconfortante en Espinosa sació nuestros estómagos. Es nuestro premio diferente al que obtuvieron las tropas francesas que durante la Guerra de la Independencia libraron una batalla en estas tierras. De la victoria francesa ha quedado esculpido el nombre de la villa en el Arco de Triunfo de París.
El fraxinius excelsior o fresno común nos protegía del sol. Otro cortejo arbóreo le acompañaba como sauce, serbal de cazadores y otros representativos del bosque de ribera.
Como Quijotes de nuestro tiempo asistimos a las consecuencias de la batalla que el viento ocasionó en un molino.El monstruo vencido por la propia fuerza . La energía que ni se crea ni se destruye, a veces se vuelve en contra de quién la fabrica
Una última anotación en nuestro cuaderno. Este equisetum silvatum gracias a la recomendación que nos dieron un nutrido grupo de investigadores alaveses que nos alertaron de su presencia por estos parajes. Una comida campera y un baño en la piscina natural de Espinosa ponen el punto y seguido al fin de semana. Termino recordando la letra de un famoso concurso televisivo de los años 70, el Un, dos, tres..."No importan los años cuando haya amistad"
Je, je, me esperaba un poco más de emoción en la bajada de Castrovalnera por esos ayedos repletos de endemismos botánicos.
ResponderEliminarExcelente esa crónica en la isla de Castrovalnera.
Saludos de Raquel y David