Ante tanta confusión sobre
lo que es un bosque, pensamos, que quien mejor podía aclararlo no era otro que
el mismísimo Basajaun. La tarea no
parecía en principio fácil, pues primero había que encontrarle, y a quién le
tocó la tarea, al que tuvo la idea.
Anduve montes y valles,
pregunté al duende del haya trasmocha de Murua, al árbol que bosteza de Andagoia,
al lirón gris de Barazar. Cuando ya desistía, pensé que para
encontrarle debería encontrar un verdadero bosque, eso que tantas veces había
oído en la Universidad, un bosque maduro.
Recordé las lecciones
aprendidas en otro contexto: un bosque de compleja estructura y composición
vegetal, formado por árboles autóctonos de diferentes especies y edades, de
árboles viejos con numerosos huecos y abundante madera muerta; variado
sotobosque y la presencia de diferentes especies de animales y plantas bioindicadoras de su
madurez. Así dí por fin con él en un recóndito valle en las inmediaciones del Gorbeia,
del que comprenderéis no diga el nombre.
Rodeado de plantaciones de
pinos, autovías y cemento, Basajaun se refugia en una de las últimas islas
autóctonas, cada vez más pequeñas, que aún le quedan, milagrosamente salvada
por el desinterés de los hombres debido a su fuerte pendiente, al suelo rocoso
e inhóspito del lugar.
Recostado sobre un haya ,
le encontré desmejorado, cansado de tanto tener que cambiar de casa. Como si
llevara tiempo esperándome aceptó que le hiciese mis preguntas sabedor de mis
intenciones.
A mi pregunta sobre lo que
era un bosque, simplemente se encogió de hombros; enseguida comprendí, si había
dado con él, un verdadero bosque debía
ser algo parecido a éste en el que nos encontrabamos. De todos modos me invitó
a que le acompañase.
Me llevó a un lugar donde
los arándanos crecían tan espesos bajo nuestros pies que no tocabamos el
suelo; pacientemente llenamos un cesto, también recogimos marrubis y
entre la hojarasca unos cuantos boletos.
Entre el silencio, tan
sólo roto por el chasquido de nuestros pasos, empezamos a escuchar el toqueteo
de las gotas de lluvia sobre las hojas, primer filtro protector a la fuerza
erosiva del agua sobre el suelo. Las gotas escurrían lentas por los troncos y
caían suaves sobre el segundo filtro protector, el manto de hojarasca y musgos.
La gruesa capa de hojas, ralentiza la velocidad del agua que sigue su curso
tierra adentro para encontrarse con las entretejidas redes de micelios y raíces
a través de las cuales los árboles absorven la que necesitan. Placada la sed el
sobrante seguirá su curso filtrada para resurgir de nuevo en fuentes, arroyos y
ríos, días incluso después de haber llovido.
En el agua ibamos pensando
cuando, como si de un espejismo se tratase, apareció ante nuestros ojos una
hermosa cascada en medio del hayedo. El mirlo acuático al vernos
desapareció tras la espuma, como para demostrarnos que ese agua cristalina,
oxigenada y pura era apta para beber, eso que nosotros llamamos potable.
En estos andares por el
bosque, reconocímos las huellas del tejón en el barro, escuchamos el eco
del tamborileo del picapinos en la madera muerta de un viejo roble. El
viejo roble muerto por el suceder de los años y por ser uno de los pararrayos
naturales, estaba, sin embargo, más vivo que nunca: en una grieta del tronco,
el trepador azul tenía su yunque; en un viejo agujero del picapinos se
oía el piar de los pollos del carbonero; en una rama una ardilla
dormitada al calor de los rayos de sol que se abrían paso entre el espeso
follaje. Y en lo más alto, paradojas del destino, para quienes forman la base
de las cadenas tróficas, en una horquilla natural, los pollos del azor
se emplumaban veloces por la enorme cantidad de volanderos que por esta época
forman parte de su dieta.
Fue así pasando la mañana
y decidimos hacer un alto en el camino para
refrescarnos y desgustar los suculentos frutos que habíamos recogido.
Mientras descansabamos sobre unos mullidos asientos musgosos observamos una
vivaracha comadreja que al silencio de nuestros pasos reanudó su vida
cotidiana.
Tras una breve siesta
reponedora, acompañé a Basajaun a su constante e infatigable tarea cotidiana.
Cogió una azada y me dio
otra, un saco repleto de bellotas, avellanas y otros frutos del bosque. Y se fue,
no a un claro, allí ya se encargará el propio bosque de sustituir al árbol
tumbado por la nieve, el viento o por el simple paso del tiempo, sino al
lindero, allí donde se acaba el bosque y empieza el “gran claro” de los
hombres.
Pero Basajaun o se encontraba solo, contaba con la inestimable ayuda de
algunos aliados del bosque.
El siempre escandaloso arrendajo tenía encomendada la
importante labor de sembrar bellotas en los lugares más inverosímiles, allí
donde Basajaun no accedía con su azada; en el hueco de un haya trasmocha, entre
unas peñas en la pendiente, en un huerto abandonado por un hombre cansado, o
simplemente dejaba caer algunas al arroyo para que el agua las llevase curso
abajo y creciesen junto a los hombres.
Y así día a día, metro a
metro, el bosque se iba extendiendo, sin que nadie se percatase de ello.
Cercana ya la noche el
ladrido de un corzo nos avisó de que era hora ya de recoger. Un ciervo volante iniciaba su torpe vuelo
amoroso y el resto de seres del bosque esperaban ya el cambio de turno: ginetas, murciélagos, erizos, etc.
Cansados nos refugiamos en una de las numerosas cuevas y preparamos una
suculenta mesa. La leña caída nos sirvió para cocinar y calentarnos. Recuerdo
el ulular del cárabo fuera y que
poco a poco el sueño me fue invadiendo, la comida, el calor, el cansancio, las
emociones, la somnolencia provocada por las amanitas. Fue cuando conocí a los otros seres del bosque: lamias, duendes, hasta la mismísima Mari y a aquellos que hace ya tiempo habitaron el bosque y que huyeron a otros más frondosos, el urogallo, la marta, el lince, el lobo y hasta el mismo oso.
Entonces por primera vez
escuché a Basajaun, que en nombre de
todos los seres del bosque tomó la palabra:
“El bosque es nuestro hogar, un lugar para vivir, no es sólo un conjunto
de árboles, es un conjunto de seres vivos y muertos interrelacionados entre sí
mediante complejas relaciones de interdependencia, desde las cadenas tróficas,
a la polinización de las flores de los árboles por los insectos, las micorrizas,
la descomposición de la materia orgánica. Un bosque es en sí mismo un ser vivo
en el que todos sus miembros son indispensables y del que aún no conocéis ni
una mínima parte de sus imbrincadas relaciones ni de las aplicaciones que os
pueden aportar a vosotros humanos que un día vivistéis en los árboles”.
Extrañado por este
vocabulario, más propio de un profesor universitario, entendí que Basajaun sabía mejor que nadie cómo
habían entretejido esas relaciones todos los seres del bosque que llevaban
evolucionando conjuntamente desde hace cientos de años porque él lo había visto
con sus propios ojos.
En este delirio me
despertó el ruido de una motosierra, ya no estaba Basajaun. Pero al mismo tiempo que hallé la respuesta a mis
preguntas un presagio me recorrió el cuerpo: si desapareciese el bosque
Basajaun desaparecería con él.
© Txemi Martinez txirpiberri invierno 2006/07 Deposito Legal Bi-340-02
Moraleja
Los bosques autóctonos han visto reducida enormemente su extensión,
muchas son las causas, su sustitución por cultivos forestales, pastos, campos
de labor, urbanizaciones, infraestructuras...
La conservación de los pocos bosques más o menos naturales que nos
quedan es crucial para la biodiversidad y en especial para la fauna.
La regeneración natural supera a todas las plantaciones, pero en
algunos casos se puede echar una mano, no es tan sólo cuestión de plantar
árboles sino de plantar bosques.