Exquisita reedición de
Impedimenta del libro “El árbol” que John Fowles publicó por primera vez en
1979 y en el que, entre otras muchas cosas, nos desentraña de una forma
extraordinaria lo que es un bosque, no sólo como un ecosistema sino también
como un ser creador de belleza.
"En un bosque, la “frontera” visual real que simboliza un árbol cualquiera suele ser imposible de distinguir, al menos en verano. Nos sentimos (o creemos que nos sentimos) más próximos a la “esencia” de un árbol (o a la de su especie) cuando nos encontramos con un árbol aislado, como nosotros. Pero la evolución no ha querido que los árboles crezcan de manera individual. Resulta que son criaturas mucho más sociables que nosotros, y un ejemplar aislado no es más natural de lo que lo sería un marinero varado o un ermitaño. Su asociación crea o apoya a su vez la asociación de otros grupos de plantas, insectos, aves, mamíferos, microorganismos… Seres, todos ellos, que podemos volver a seleccionar para ejercer sobre ellos una nueva labor de aislamiento y parcelación, pero que seguirán manteniendo una misma entidad ideal, o la experiencia entera, de lo que significa el conjunto de un bosque. De hecho, es así como siguen concibiéndolos la totalidad de los grupos indígenas, y fue así como los contemplaron las sociedades primitivas.”
Fotografía Javier Alonso Torre
“Los científicos limitan la aplicación del término “simbiótico” a las relaciones entre especies que aportan algún beneficio mutuo detectable. Pero el bosque auténtico, al igual que cualquier otro lugar al que podamos denominar auténtico, es el resultado de sumar los fenómenos que se producen en él. Todos ellos son, en cierto sentido, simbióticos, por el hecho de que logran mantener el vínculo en una unidad de seres vivos. Dado que semejante cantidad de interacciones y coincidencias en el tiempo y en el espacio queda muy lejos de cualquier tipo de cálculo que pudiera llevar a cabo el pensamiento científico (respecto a esto, un científico podría decir que en realidad queda muy lejos de toda actividad útil, aunque cuantificable), nuestra respuesta habitual es ignorarlas y pasar a considerar el vuelo de las aves y las ramas desde las que se emprende ese vuelo como elementos distintos y separados, al igual que lo hacemos con las hojas agitadas por el viento y la sombra que proyectan sobre el suelo. Pasamos a planteárnoslo como un acertijo: ¿de qué ave se trata? ¿Qué hoja? ¿Qué sombra? Los límites que marcan estas preguntas (¿en qué sección archivo todo esto?) son nuestros. Los ponemos nosotros, no la realidad. Nos vemos empujados hacia ellos y nos vemos aprisionados entre esos términos no solo desde una perspectiva cultural e intelectual, sino también física. No tenemos más que pensar en la inquietud y la agitación de nuestros ojos en su limitado campo de exploración y en su limitada agudeza visual. Mucho antes de que se inventaran las lentes y las cámaras de cine, ya teníamos los límites clavados en nuestros ojos y en nuestra mente, tanto en nuestra manera de percibir las cosas como en nuestro modo de analizar lo que percibimos: una interminable secuencia de planos cortos y un posterior salto de montaje. La perpetua necesidad de encuadrar y editar toda esa ingente materia prima que nos rodea.”
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